12 de octubre de 2006

Gordita y la nostalgia

Mi gata gordita murió en septiembre. No lo reseñé aquí, liado como estaba con mi examen como profesor. He ido a buscar una foto suya para ponerla en el blog, pero resulta que no tenía ninguna digitalizada. Todas las imágenes en las que aparece están sobre papel. Algunas de ellas son incluso divertidas, como esas dos en las que aparece cerca de los ordenadores. Intentaré escanearlas para dejarlas por aquí. Como sustituto pongo una viñeta de Pumby, un tebeo que yo leía en mi infancia y que, cada vez que lo veo, no dejo de sentir una profunda nostalgia. Hay mucho detrás de esos Pumby que yo cambiaba en una pequeña tienda de mi barrio por otros tebeos más nuevos (antes éramos ecologistas sin saberlo: todavía se llevaba la botella vacía cuando comprábamos una llena, había aceite a granel que se llevaban los compradores en sus propios recipientes y uno podía llevarse un tebeo nuevo por un precio más pequeño si traía otro a cambio). Pumby tiene que decir mucho sobre mí, sobre mi educación como lector gracias a que mi padre me dejaba sus tebeos del Guerrero del Antifaz o de Roberto Alcázar y Pedrín o incluso la revista Trinca; y en Navidad se encargó de que los Reyes Magos me trajeran varias veces unos gruesos tomos encuadernados artesanalmente con los tebeos de Supermán publicados en México por la editorial Novaro. Ese gato dibujado también dice mucho de la pena que me causa que mi madre nunca entendiera que un cómic (como los llaman ahora) es algo valioso, que hay objetos que merece la pena guardar, como esos Pumbys, y que terminara por tirar a la basura todos los tebeos (algunos se salvaron, cuando ya tuve edad para tomar algunas decisiones) y todas mis colecciones de cosas extravagantes, para ella, como la de cajas de cerillas que traían imágenes en el anverso con un pequeño texto explicativo en el reverso y que se convertían en cromos por el procedimiento de quitarles las bandas y pegar las dos caras resultantes con un engrudo que yo mismo hacía con agua y harina. Pumby -y también mi gata muerta-, hace que me acuerde de mi padre, que lo eche de menos ahora que estoy lejos de Cádiz y no puedo verlo. Aunque en realidad a pesar de lo que digo nunca lo tuve cerca: durante mi infancia porque trabajaba mañana y tarde; durante mi adolescencia porque yo mismo lo evitaba ante la imagen que mi madre se encargaba de construir a cada momento de padre despreocupado y poco responsable para con sus hijos; y ahora porque vivo a setecientos kilómetros de mi ciudad natal. No es que cuando voy de visita a verlo me comunique bien con él. No me hacen gracias sus chistes repetidos y su incapacidad para comunicarse fuera de ciertos tópicos, pero sé que mucho de lo que hoy soy (mi aptitudes artísticas para la música, la escritura o la actuación, mi mirada un tanto ingenua sobre todas las cosas, mi amor por el flamenco...) se lo debo a él y sé también que cuando se marche definitivamente me sentiré inmensamente triste por no haberlo tenido cerca en ningún momento.


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