13 de diciembre de 2010

Una tarde en el Monumental

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El pasado viernes me desperté, como siempre, con RNE sonando en mi radio despertador. Como de vez en cuando me trato de desintoxicar de tanta información cambié la presintonía y pasé de Juan Ramón Lucas a Radio 3, pero tampoco me convenció. Pulsé entonces el botón correspondiente a Radio Clásica porque sé que por las mañanas está bastante escuchable (a otras horas, cuando se ponen contemporáneos, conviene que quienes vivan contigo se resguarden para evitar ataques de nervios colectivos) y pude escuchar el final del concierto número uno para violín de Prokofiev. Apenas terminó, el locutor habló del concierto que se celebraba esa misma tarde -noche en el teatro Monumental, dedicado a Brahms, principalmente. Hacía tiempo que tenía ganas de ir a un concierto, así que me levanté y sin pensarlo mucho (si lo hago termino por no ir) compré la entrada por internet.

A las ocho menos diez de la tarde estaba yo en la puerta del teatro. Como siempre, había salido a última hora de casa y llegué corriendo, tras haber subido la cuesta de la calle Atocha, vestido con camiseta de manga larga, jersey de lana y chaquetón, o sea, que estaba sudando un poco. Supuse que la gente iría vestida un tanto elegante al concierto, pero yo, rebelde sin causa como siempre, me negué a ponerme algo distinto de la ropa que había llevado ese día, así que supongo que mi aspecto estaba entre lo deplorable y lo marciano en ese ambiente. Para terminar de redondear mi llegada, me acerqué a la primera puerta que vi abierta dispuesto a entrar, cuando un señor de cierta edad (vamos, un señor bastante mayor) me afeó la conducta, diciendo: “la cola es por ahí”, señalando otra puerta del teatro. Esta es una de las cosas que menos entiendo de Madrid, la manía por las colas, de la que hablaré en algún momento. A ver, no hacía demasiado frío y las entradas son numeradas, así que ¿qué más da que alguien entre un poco antes si al final ni se pasa frío ni el que se cuela (en este caso inconscientemente) va a sentarse en una butaca mejor de la que ya tiene? Pero bueno, supongo que los habitantes de esta ciudad no pueden ir contra su genética que les pone a hacer cola a la mínima, y más si se tiene cierta edad. Su mujer, que iba al lado le decía “¿por qué no te callas?” después de que yo, tras cederle el paso para que entrara antes que yo, le dijera precisamente que estando las entradas numeradas no pasaba nada si se entraba antes o después.

Superada esta fase, pasé directamente al patio de butacas. Como era la primera vez que iba compré entrada de patio en la fila 6, como un señor. Una de las ventajas de ir solo a los espectáculos es que se pueden comprar esas butacas sueltas que quedan en medio del patio que nunca ocupa nadie porque ¿quién va a ir solo a un concierto? En este caso, mi asiento estaba en mitad de la fila y como el público es bastante mayor, como ya dije, todos estaban puntualmente sentados en sus asientos, así que tras armarme de la mejor de mis sonrisas expresé el típico “les voy a tener que molestar” y levanté a la fila entera de señoras y señores con caras de “a buenas horas viene este” en su mayor parte, hasta llegar a mi butaca. Allí, por supuesto, la señora que estaba sentada al lado había puesto sus abrigos pero los quitó con rapidez apenas musité un “este es mi asiento”. Una vez sentado, me tranquilicé un poco y recuperé el aliento mientras observaba el ambiente

El monumental es un teatro relativamente moderno. Por dentro tiene una estructura tipo auditorio, forrado de madera y con una construcción diáfana que ofrece muy buena visibilidad y acústica desde todas sus butacas. Yo ya lo conocía porque había ido una vez a la emisión en directo del programa No es un día cualquiera. El patio estaba lleno y no me sorprendió el tipo de público. Se puede decir que en su mayor parte eran “personas mayores”, entendiendo por tales a las que en mi imaginación dibujo yo con más de 60 años y canas amarillentas aunque no tengan porqué tenerlos o tenerlas: jubilados, notarios, ginecólogos con clínica propia, asociados al ateneo artístico y literario y señores similares que siempre tienen señora, al estilo del que me recriminó mi coladera involuntaria en la puerta que, por cierto, iba vestido con gabardina y traje debajo, como corresponde a esta clase de personas en esta clase de actos si el día amanece con una nube en medio del cielo azul, no vaya a ser que llueva. Entre los señores mayores con señora destacaban algunos jovenzuelos cuarentones como yo, e incluso algunos adolescentes de 30. A destacar la presencia de una niña de unos 6 o 7 años de edad que miraba como tienen que mirar las niñas y le daba algo de frescura al ambiente.

De todos modos, aunque pinte así el ambiente, la verdad es que me sentía a gusto. Digamos que me recordaba al de una parroquia en domingo, donde los feligreses se encuentran y se alegran de verse y se sienten tranquilos porque se conocen y saben que allí nadie puede hacerles daño. Yo sentía lo mismo y no me sorprendió que la señora que se sentaba a mi lado me ofreciera un caramelo con toda naturalidad. Se trataba de una mujer de edad, tal vez viuda, dado que no iba con señor alguno, sino con otras dos amigas. Tenía las joyas justas, tal vez de oro, tengo mal ojo para los metales preciosos, aunque lo que más destacaba en su muñeca era una pulsera con franjas longitudinales de color rojo, amarillo y rojo y bordes dorados. Esa misma señora me confirmó más tarde lo que yo sospechaba. El patio de butacas estaba ocupado en su mayor parte por abonados, es decir, personas que año tras año, acuden al mismo asiento a escuchar los conciertos, así que ya se conocen como vecinos. O sea, que entonces yo era una especie de inquilino nuevo que iba a ser observado por el resto de la comunidad para comprobar si merecía o no su confianza.

Cuando empezó en concierto hubo los consabidos errores de unos cuantos al aplaudir al concertino de violín (yo mismo empecé pero me detuve en cuanto observé que la señora del caramelo no lo hacía: se aplaude sólo al director) con comentario de la indicada señora incluido: “¿ahora se aplaude al concertino?” que me hizo gracia porque no había indignación, sino un cierto savoir faire en la situación; y tímidos aplausos de nuevo sofocados por las consecuentes llamadas al silencio tras el primer movimiento del concierto que abría la noche (se aplaude cuando termina el concierto entero, pero esto ya lo sé desde hace décadas, así que no caí).

El resto de la noche fue mágico, incluso emocionante en algunos momentos (casi llego a llorar en el arranque del concierto de violín, pero controlé, porque no quería dar un espectáculo de recién llegado), aunque el programa terminó siendo un poco largo, lo que también me confirmó mi compañera de fila cuando me dijo a eso de las diez y media “aquí a las diez de la noche estamos fuera siempre”. Entre una obra y otra terminó por explicarme que mi asiento era en realidad el que estaba ocupando ella (claro, mi entrada ponía 19, pero yo estaba en el 21, de lo que no me había dado cuenta porque la diferencia era poca). La temporada pasada el 19 lo ocupaba un señor abonado que había muerto hacía poco. Ahora la señora, cambiándose de sitio, podía estar al lado de sus amigas. El señor nunca estuvo dispuesto a hacerle el favor. Por un momento imaginé a este hombre con gabardina y traje debajo, haciendo cola y llamándole la atención a un tipo con barba que entraba por otra puerta por delante de él, que había estado haciendo cola desde hacía una hora antes, aunque las entradas estuvieran numeradas.

Cuando terminó el concierto la señora me despidió dulcemente: “pues si le gusta la música, este asiento se queda libre siempre, así que hasta la próxima”. “Hasta la próxima” le dije yo, sintiendo que había pasado la prueba, supongo que en parte porque no había opuesto resistencia alguna al cambio de asiento de la señora.

El próximo enero, cuando me siente en el asiento veintiuno de la sexta fila del teatro monumental para escuchar el siguiente concierto del abono, con el veintiuno para piano de Mozart en el programa (igual sí lloro esta vez en el segundo movimiento a poco que la solista cumpla) sólo me hará falta dar las buenas tardes para sentirme a gusto en mi nueva comunidad de vecinos, señora con pulseras curiosas que ofrece caramelos incluida.

Poniéndome al día

Sigo hoy con esta serie de dos entradas dedicadas a poner al día lo que se me ha ido acumulando en las carpetas. Estas acumulaciones tienen un efecto aniquilador: como son varios los elementos a comentar no los desgloso como debería y lo que en mi imaginación iba a ser un compendio de sabiduría y buen humor se queda en pequeña huella de un encuentro. Vale de todos modos. Tampoco vamos a intentar ser Einstein todos los días…

Asómate a la realidad

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¿Para que me paso la vida diciéndole a los alumnos que la realidad se construye, que lo real es inaccesible y que sólo lo podemos entender si lo pasamos por el filtro de nuestro entendimiento (y poniéndonos wittgensteinianos, de nuestro lenguaje) si vienen los señores de EL PAÍS (como les gusta escribirlo a ellos) a decir que uno puede asomarse a la realidad como el que se asoma a una ventana? Si la realidad es una construcción, asomarse a la realidad viene a ser como asomarse a un patio interior, a una ventana que, todo lo más, da a otra ventana. Peor todavía si ese eslogan se usa para publicitar una colección de documentales porque otra cosa que trato de mostrar a mis alumnos es que los documentales, en tanto obras cinematográficas, son construcciones, basadas en aspectos de la realidad, pero construcciones al fin y al cabo y, por lo tanto, ficciones en su última forma. Supongo que para los que intentan mantener un cierto poder mediático (todos los medios y conglomerados de medios tradicionales, por otra parte), es necesario seguir perpetuando la falacia de la objetividad periodística pero a quienes mantenemos que la realidad, en tanto construcción, no puede ser dejada en manos de los periodistas o los políticos, como profesionales de su diseño nos gustaría encontrarnos de vez en cuando con alguna muestra de modestia, con alguna señal que nos anunciara que los medios, ya que no los tiempos, están cambiando…

El anuncio parásito

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El anuncio parásito no suele darse con asiduidad pero a veces invade los anuncios normales. Se trata de un tipo de anuncio escrito a mano con ortografía generalmente de cuaderno Rubio (aunque en este caso no parece haber pasado de los primeros números) y con un enunciado escueto, lo que da a entender que el que lo pone no está para tonterías, además de tener mucho tiempo libre para pasear garabateando los carteles ajenos y ser un rácano que no quiere gastarse ni un duro euro en fotocopias. Eso sí, la artesanía es admirable…

Tarantino y Batman

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¿Soy el único al que le chirría esta mezcla vista en un cartel promocional de una película?…

El gran salto

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Esto es lo que tiene hacer inteligentes metáforas sin pararse a pensar en las posibles interpretaciones teniendo en cuenta el contexto. De nuevo un ejemplo que habla más de la mente del anunciante que del perfil que se busca como público objetivo del anuncio. No creo que haya que ser muy desquiciado para ver en esa mancha de color blanco debajo de los cuerpos de los jóvenes que se arrojan al vacío, no una piscina, sino el duro suelo donde se estrellan sin piedad…

Edición limitada

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Este anuncio me gusta porque muestra a las claras que lo que nos venden las cadenas de comida rápida no es precisamente comida, sino otra cosa. Lo que importa no es lo que va dentro del cartuchito sino el cartuchito en sí. ‘Edición Limitada’, pone el cartel. Digo yo que una  tortita mexicana rellena de un trozo de pollo frito y lechuga no se parece en nada a la edición facsímil del Quijote o a la colección de otoño-invierno de Gucci, pongamos por caso. Tampoco creo que los de KFC pretendan ponerse a la altura de un Ferrá Adriá preparando un plato que solo podrá degustarse por tiempo limitado en su restaurante aunque solo sea porque las tortitas y el pollo frito llevan inventados un rato (bueno, tal vez teniendo en cuenta el adobo del pollo podamos emparentar a KFC con Adriá: seguro que ese adobo también se diseñó en un laboratorio). Lo único limitado aquí es ese envoltorio hortera que le da a esa comida el tradicional el toque de distinción multicolor que por supuesto todo cliente de ese restaurante espera. A fin de cuentas ¿quién entra en esos sitios por la comida en sí?

PD: Para evitar comentarios del tipo “yo sí entro porque me parece que el pollo frito de KFC es mejor que el paté de cabracho” admito que, como dijo el torero, tiene que haber gente para todo…

El término no marcado

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Cada vez que me subo al metro o al autobús no dejo de fijarme en los cartelitos y los iconos que nos informan de nuestros deberes ciudadanos mientras estemos dentro del sitio en cuestión. En este caso me fijo en el cartel que señala la preferencia de uso de asiento. Hay algo que me llama la atención. Veamos: el uso de muletas y bastón se caracteriza con un icono masculino (no voy a explicar el porqué pero creo que estarán de acuerdo en que es así), mientras que llevar a un niño en brazos o estar embarazada se muestra con iconos femeninos. No voy a hablar del último, puesto que hasta que no puedan quedarse embarazados los hombres esos iconos tendrán que ser necesariamente femeninos. Lo que me llama la atención es que el niño en brazos vaya con una mujer. ¿Acaso a un hombre que vaya con un niño en brazos no debería serle cedido el asiento? ¿O tal vez es que los hombres no van nunca con niños en brazos? Por otra parte ¿los que van con muletas o bastones sólo son hombres? Claro, los que practican deportes de riesgo o trabajan en lugares donde pueden producirse accidentes son hombres. Llegado el momento de llevar bastón ¿Quiénes si no los hombres van a ser los que lo lleven? ¿Acaso no son ellos los que han desgastado más? Las mujeres ya se sabe, como mucho a llevar niños en brazos, que como están tranquilitas en casa haciendo la comida ni pueden accidentarse ni, cuando llegan a ancianas, tienen que usar bastones porque están muy descansadas. Los que hablen del ‘término no marcado’ a la hora de referirse al masculino, que me expliquen lo del icono femenino con niño en los brazos. No creo que haya cosa más marcada que esa… Atentas, chicas: el machismo se perpetúa hasta en detalles tan subliminales como estos.

Las causas ajenas

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A veces las elipsis son reveladoras. Al quitarle “…a nuestra voluntad” a este cartel que ponen en verano en el bar El Labriego de la calle Veneras de Madrid, lo que queda es una declaración de principios que le cuadraría a cualquier dictador insolidario. Y tal vez esa sea la pena, que cada vez queda menos gente que cante por causas ajenas en lugar de llorar infantilmente por las propias…

Y para terminar…

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Una imagen de la primavera en la que, de vez en cuando, me acerco a la plaza de San Ildefonso a comer una pizza al solecito. A mí en esos momentos también me parece que “para llevar, la vita e bella”.

Hasta la próxima.

Un año con poco movimiento

Acabo de revisar este blog y he visto que este año sólo he creado ocho entradas. Poca cosa, sin duda. Y eso que varias veces he sentido el impulso de guardar mis impresiones en el blog adjuntando la correspondiente fotografía, como es costumbre. Bueno, pues a ver si ahora me desquito un poco.

Una de las cosas que han pasado ha sido el estreno de mi última película codirigida junto a Ramón Luque y en la que han participado muchos amigos, antiguos y nuevos. La rodamos en el verano de 2009. Aquí el trailer:

Trailer de Hollywood, la película from Juanjo Domínguez on Vimeo.

Hemos presentado la película a algunos concursos, entre ellos algunos internacionales (toda una tarde/noche incluida para presentarla en Sundance, aunque ya nos han dicho que no está seleccionada). De momento, se ha exhibido en los cines Verdi en proyección para el equipo y amigos y en el festival MUCES de Segovia, lo que nos permitió disfrutar a Sonia y a mí de unos días de frío, cochinillo, amistades cinematográficas y acueducto bastante agradables. La recepción de la película fue buena entre el público que llenaba la sala. Bueno, la llenaba de amor porque eran sólo 14 pero ninguno se marchó, cosa que suele ser habitual en los festivales cuando se exhiben películas independientes gratis, lo que propicia la aparición de público poco enterado que cuando ve que la peli no la entiende ni el que la ha hecho empieza a desfilar. Cuando terminó la proyección pude comprobar que la nuestra se entiende e incluso es agradable de ver, lo que ya es un alivio. No voy de director incomprensible aunque tampoco haya rodado una película para compartir público con Torrente 3D.

Más cositas… Bueno, no se me ocurren muchas más en plan acontecimiento, así que paso a las enumeraciones de actividades y situaciones que me siguen pareciendo curiosas y comentables desde algún punto de vista.

La influencia argentina o cómo no se coloca una tilde:

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No, no se trata de una foto enviada desde Buenos Aires, sino que ha sido tomada delante del escaparate de una perfumería en la Calle San Bernardo de Madrid. El que escribió la palabra sabía que por ahí debía haber una tilde pero no acertó en la letra…

Donde menos te lo esperas…

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Otro ejemplo de eslogan, como mínimo un tanto raro. ¿Dónde no esperaría encontrarme yo el virus del VIH, que es al que se refiere el cartel? Pues yo diría que en un bocata de calamares, dentro de un pendrive o en mi cámara fotográfica. Lo que desde luego no me resultaría inesperado es encontrarme una animada fiesta vírica en los fluidos que suelen acompañar los actos sexuales de hombres y mujeres. Supongo que yo peco de pesimista: para mí cualquiera puede ser portador del virus, lo que no debe de ser lo habitual puesto que ese es el eslogan. Será que la mayoría de los demás pecan de ingenuos…

En Telefónica hay mucho pijo.

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Veamos: que me quede con las vueltas. Vale, hasta ahí muy bien. No hace falta que me lo recomiende Telefónica, pero vale. Lo que ocurre es que junto a la moneda de 50 cents aparece una taza de café, lo que me lleva a pensar que estos tipos cuando se toman un café y les devuelven 50 cents lo dejan de propina. Si eso no es de pijo, ya me dirán qué puede serlo. Este tipo de publicidad me interesa porque dice mucho más de quien la pone que de a quien va dirigida y el retrato que sale no es muy bonito que digamos en estos momentos de crisis.

Gramática práctica

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Este cartelito que hay en una charcutería tipo delicatessen de la calle Arenal de Madrid me hace mucha gracia porque me recuerda esa frase que nos decían para aprender la diferencia entre homófonos ‘ahí hay un hombre que dice ay’. Y, de momento, nos quedamos aquí. Sigo con otra macroentrada en los próximos días…