11 de noviembre de 2007

Muere mi amigo Eloy

Ayer recibo un sms de una amiga. La frase es escueta: "Eloy ha muerto". Fue el 4 de noviembre, pero como estoy en Salamanca y me queda poca gente en Cádiz la noticia no me llega hasta ayer. Eloy es Eloy Gómez Rube, el Eloy de Cádiz, una persona inclasificable, un autor teatral, un poeta, un escritor de relatos canallas; alternativo hasta un punto que pocos de los presuntos alternativos actuales podrían entender. Pocas veces una facultad, la de Filosofía y Letras de Cádiz, tuvo el honor de que trabajara allí como auxiliar de servicio -portero, para lo que no sepan de convenios colectivos-, alguien que debería tener un lugar en la historia de la cultura de Cádiz, alguien que combinaba en su personalidad los espacios del barrio del Pópulo con la cultura cosmopolita berlinesa y europea y que siempre se paraba, aunque más cabría decir que caminaba, con quien quisiera hablar un rato con él, tras encontrárselo por cualquiera de las calles del casco antiguo si es que no estaba de viaje.
La última vez que me lo encontré fue en septiembre. Me dijo que estaba enfermo, pero a la vez me gustó la forma en que se tomaba el asunto del cáncer: "esto es como una cosa más de las muchas que me he encontrado en mi vida". Eloy, que había pasado por todo -que es lo que se dice por antonomasia de los que han pasado por mucho-, y que había entrado y salido de muchas zonas oscuras y luminosas de lo que algunos llaman vivir la vida o experimentar, miraba al proceso de su enfermedad como algo que le aportaría un nuevo conocimiento, un nuevo punto de vista para seguir dialogando con el mundo.
En mi memoria guardo varias imágenes de él: la primera vez que lo recuerdo, en mitad de los ochenta, entrando travestido en una discoteca de Cádiz con un grupo de amigos, aportando un toque cachondo y subversivo a la monotonía de una ciudad provinciana; aquella ocasión en que nos cedió una obra suya para que la representáramos en la semana cultural de la Facultad de Filosofía y Letras -lo que me permitió ser el primer actor que puso en escena, junto a Desirée Ortega, el tercer acto de La trilogía: sperpento gaditano de las vidas standars, presentada en forma de libro apenas dos días antes de su muerte-; cuando organizó una semana cultural alternativa a otra que se ofrecía desde los poderes políticos gaditanos, reuniéndonos en el bar de Antonio Reguera en Bahía Blanca; leyendo algunos cuentos, de madrugada, cuando unos cuantos terminamos en su casa después de asistir a una entrega de premios a la creación joven de la Diputación... Son recuerdos ligados a los años ochenta, cuando parecía que era posible que Cádiz fuera otra cosa. Y al final lo fue, está claro, aunque el cuento no terminara del todo como queríamos muchos. Después de eso yo me fui de Cádiz y los recuerdos de Eloy son de los momentos en que me lo encontraba paseando -Eloy era un caminante, una especie de flaneur al estilo Baudelaire, pero mucho más castizo- durante alguna visita y hablábamos de cómo estaba Cádiz, de su próximo viaje a Alemania o de cómo se había decidido -por fin-, a ir al odontólogo, mientras filosofábamos un rato. Era ese Eloy de los años finales de siglo que, sin dejarse reducir por la laxitud circundante, seguía buscando, aunque un poco más desde dentro.
Me acordaré de él siempre como ejemplo de curiosidad vital, de capacidad para el diálogo, como modelo de persona que sin boatos ni ceremonias hacía cambiar el mundo cada minuto. Brindo por Eloy y me apunto, desde este momento, a la lista de quienes piensan que debería rendirsele un homenaje en Cádiz. Las ciudades pequeñas como ella, necesitarán siempre a personas grandes como él.