Ayer recibo un sms de una amiga. La frase es escueta: "Eloy ha muerto". Fue el 4 de noviembre, pero como estoy en Salamanca y me queda poca gente en Cádiz la noticia no me llega hasta ayer. Eloy es Eloy Gómez Rube, el Eloy de Cádiz, una persona inclasificable, un autor teatral, un poeta, un escritor de relatos canallas; alternativo hasta un punto que pocos de los presuntos alternativos actuales podrían entender. Pocas veces una facultad, la de Filosofía y Letras de Cádiz, tuvo el honor de que trabajara allí como auxiliar de servicio -portero, para lo que no sepan de convenios colectivos-, alguien que debería tener un lugar en la historia de la cultura de Cádiz, alguien que combinaba en su personalidad los espacios del barrio del Pópulo con la cultura cosmopolita berlinesa y europea y que siempre se paraba, aunque más cabría decir que caminaba, con quien quisiera hablar un rato con él, tras encontrárselo por cualquiera de las calles del casco antiguo si es que no estaba de viaje.
La última vez que me lo encontré fue en septiembre. Me dijo que estaba enfermo, pero a la vez me gustó la forma en que se tomaba el asunto del cáncer: "esto es como una cosa más de las muchas que me he encontrado en mi vida". Eloy, que había pasado por todo -que es lo que se dice por antonomasia de los que han pasado por mucho-, y que había entrado y salido de muchas zonas oscuras y luminosas de lo que algunos llaman vivir la vida o experimentar, miraba al proceso de su enfermedad como algo que le aportaría un nuevo conocimiento, un nuevo punto de vista para seguir dialogando con el mundo.
En mi memoria guardo varias imágenes de él: la primera vez que lo recuerdo, en mitad de los ochenta, entrando travestido en una discoteca de Cádiz con un grupo de amigos, aportando un toque cachondo y subversivo a la monotonía de una ciudad provinciana; aquella ocasión en que nos cedió una obra suya para que la representáramos en la semana cultural de la Facultad de Filosofía y Letras -lo que me permitió ser el primer actor que puso en escena, junto a Desirée Ortega, el tercer acto de La trilogía: sperpento gaditano de las vidas standars, presentada en forma de libro apenas dos días antes de su muerte-; cuando organizó una semana cultural alternativa a otra que se ofrecía desde los poderes políticos gaditanos, reuniéndonos en el bar de Antonio Reguera en Bahía Blanca; leyendo algunos cuentos, de madrugada, cuando unos cuantos terminamos en su casa después de asistir a una entrega de premios a la creación joven de la Diputación... Son recuerdos ligados a los años ochenta, cuando parecía que era posible que Cádiz fuera otra cosa. Y al final lo fue, está claro, aunque el cuento no terminara del todo como queríamos muchos. Después de eso yo me fui de Cádiz y los recuerdos de Eloy son de los momentos en que me lo encontraba paseando -Eloy era un caminante, una especie de flaneur al estilo Baudelaire, pero mucho más castizo- durante alguna visita y hablábamos de cómo estaba Cádiz, de su próximo viaje a Alemania o de cómo se había decidido -por fin-, a ir al odontólogo, mientras filosofábamos un rato. Era ese Eloy de los años finales de siglo que, sin dejarse reducir por la laxitud circundante, seguía buscando, aunque un poco más desde dentro.
Me acordaré de él siempre como ejemplo de curiosidad vital, de capacidad para el diálogo, como modelo de persona que sin boatos ni ceremonias hacía cambiar el mundo cada minuto. Brindo por Eloy y me apunto, desde este momento, a la lista de quienes piensan que debería rendirsele un homenaje en Cádiz. Las ciudades pequeñas como ella, necesitarán siempre a personas grandes como él.
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Hará cosa de un mes que me enteré de que se había muerto Eloy Gómez Rube. Hará cosa de un mes también que supe su nombre completo. Yo lo conocí como Eloy, el amigo de Eloisa. Me enteré de su fallecimiento a través de la web de la universidad, que destacaba la noticia de su muerte en su portada, justo al lado de las listas definitivas de las becas Erasmus, y debajo del anuncio del seminario sobre administración pública. La foto que acompañaba a la noticia era muy pequeña y apenas se le reconocía la cara, o apenas le reconocí yo, al menos. No en vano, debía de hacer alrededor de quince años desde que le viera por última vez, en mi casa, saludándome con voz tímida, como de alguien que pretende esconder su verdadera forma de ser, pero sonriendo con la mirada y con la boca. Más con la mirada que con la boca.
Tenía unos dientes enormes y torcidos que atraían mi mirada inevitablemente, y que hacían que su sonrisa fuera casi una ofensa. En cualquier caso, los pocos recuerdos que conservo de él son todos agradables. Me gustaban sus pintas, siempre con jerséis de lana multicolor y el pelo teñido de naranja. Llevaba también unos pantalones de pana gruesos de color verde lima y unas botas de cuero rojas. Parecía directamente sacado de Trainspotting, aunque me imagino que por aquella época debía ir de lo más actual. También me gustaba la manera que tenía de hablar y de dirigirse a mí. Con mucha naturalidad siempre. Debo reconocer que nunca le di mucha conversación, pero si recuerdo que usaba continuamente la expresión “¡qué de puta madre!”. Pedazo de expresión ahora que lo pienso, que parece que se está perdiendo un poco a favor de “del carajo”, “cómo ronea” o incluso “mola mogollón”. Con el tiempo, hasta los presos de Puerto 2 exclamarán “¡Chupiguayquetecagas! cuando les aumenten las raciones de puré de patatas y les pongan un sunny delight de postre.
Hasta donde yo sé, el tal Eloy trabajaba como bedel de la facultad de filosofía y letras de Cádiz, y allí es donde mi madre y él se conocieron. Mi madre estuvo algunos años en ese mismo puesto, en lo que ha sido su experiencia profesional más cercana a ejercer como la licenciada en Lengua y Literatura que es. ¡A ver si este año saca por fin la plaza en las fantásticas oposiciones!
Si las cuentas no me fallan, debía de tratarse del año 93 o 94, y mis padres aún no habían entrado en su etapa lisérgica, pero creo que las conversaciones metafísicas entre litros de cerveza y algo de costo, con Eloy y con otra serie de individuos memorables, tuvieron algo que ver con eso. De todas formas no fue él el responsable de todo lo que vino después, pero eso lo dejo para otro día.
Durante una época era corriente ver a Eloy aparecer por la puerta de mi casa mientras yo miraba impasible el televisor. Siempre muy agradable, casi anodino. Y tal como empezó a venir, un día ya no vino más. Tampoco le di mucha importancia. Ya conocía la capacidad de mis padres de fagocitar a sus amistades. Poco tiempo después empecé a verlo de vez en cuando por la tele. Le hacían largas entrevistas en la televisión local de Cádiz. Quizás no eran tan largas, pero hablaban de cosas que aburrían mortalmente a un niño de diez años. Yo las encontraba eternas. Lo siguiente que supe de él fue que el cáncer se lo había llevado de viaje, sin billete de vuelta, a donde quiera que vayan los artistas, a seguir filosofando o a que alguien les dé por fin las respuestas que tanto buscaron en vida, y que nadie supo responderles.
El otro día me pasé toda la mañana pegado al ordenador tratando de conocer un poco más a Eloy. Tiene una obra de teatro editada: “Sperpento gaditano de las vidas estándar” se llama. No sé si es el nombre más chulo que he oído jamás para una obra de arte. Ahora no se me ocurre ningún otro. Encontré algunos relatos y poemas suyos, y me sorprendí al comprobar la complejidad de la personalidad de aquel tipo tan amable de pelo naranja que pasaba por el salón de mi casa mientras yo intentaba memorizar nombres de ríos o cualquier otra cosa igual de útil. Fue bedel, poeta, escritor, dramaturgo, asceta y antihéroe del underground gaditano. Un artista en esencia. Supe también que vivió un tiempo en Berlín y, por experiencia propia, también supe que allí debió de haber sido borracho, libertino y, sobre todo, feliz (*).
Este verano vuelvo a la New York europea, con un sentimiento mezcla de miedo y esperanza. Miedo a que se rompa la imagen idílica que conservo de mi estancia allí. Esperanza en volver a emocionarme con la vitalidad de Kreuzberg. Miedo también a encontrarme por fin en mi sitio, y no volver más a casa. Pero esperanza en la capacidad de Berlín de despertarme de mi letargo espiritual. En cualquier caso, ya sea con una cruzcampo o una berliner, brindaré por Eloy. Por haber dejado una sonrisa en las caras de todos aquellos que, aún sin saberlo, le recordamos.
Un saludo.
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