15 de marzo de 2011

Walter Benjamin de cerca


Ahora ando escribiendo un artículo, comunicación o lo que sea sobre Tarantino, poniéndolo en relación con Walter Benjamin. Benjamin es un filósofo, cercano a la escuela de Frankfurt y discípulo de Horkheimer, que habló sobre el problema de la obra de arte en la era de la reproductibilidad técnica, entre otras cosas, mucho antes de que internet estuviera en la imaginación de quienes la pusieron en marcha (si es que habían nacido).

La figura de este filósofo tiene relación con España puesto que Walter Benjamin murió en Port Bou, un pueblo de Girona que tenía un paso ferroviario internacional compartido con Francia, en circunstancias bastante románticas el 26 o 27 de septiembre de 1940. Según yo había leído, Benjamin se suicidó al creer que el gobierno español iba a entregarle a los nazis, teniendo en cuenta que era el año que era y que si nuestro filósofo estaba en España no era para tomar el sol, sino porque venía huyendo desde París de la invasión de Hitler, que acababa de iniciar su andadura por Europa, tratando, en teoría, de llegar a Lisboa para finalmente irse a los Estados Unidos donde le esperaban Adorno y otros amigos. Al llegar a la frontera con España fue retenido por las autoridades junto con el grupo que le acompañaba puesto que Franco había dado órdenes a los puestos fronterizos de no dejar pasar a nadie que viniera de Francia sin salvoconducto. Benjamin había cruzado la frontera a pie y no tenía la documentación en regla. Ese mismo día 26 quedó alojado en una pensión del pueblo y el día 27 amaneció muerto. Al parecer, las autoridades se apiadaron de los acompañantes y permitieron su entrada en España.

Antes de leer nada sobre las circunstancias de su muerte yo creía que Benjamin se había pegado un tiro. En mi imaginación lo veía enfrentado a un espejo (supongo que la historia de Larra influyó en mi imaginario) con la pistola en la sien. Más tarde me enteré de que Benjamin no se suicidó así, sino que murió por una sobredosis de morfina. Además hay quienes propugnan que en realidad no se suicidó, sino que la sobredosis fue accidental -Benjamin era adicto al opiáceo-, o incluso que es posible que fuera asesinado.

Todo esto no deja de ser un anecdotario histórico que puede consultarse en las enciclopedias pero si escribo sobre Benjamin en mi blog es porque un día de verano de hace un par de años pasamos por Port Bou como parte de nuestras vacaciones. Allí, en mitad de un bulevar cercano a la playa había un cartelito que informaba resumidamente de la peripecia de Benjamin y se invitaba a recorrer un itinerario turístico basado en los lugares que probablemente visitó durante su estancia allí. Al leerlo recordé que yo había tenido que dar clases sobre él cuando fui profesor de Teoría de la Comunicación por un tiempo y también recuperé esa historia del suicidio que yo había archivado en abstracto sin saber muy bien sus causas y sus circunstancias. No hice el itinerario pero pensar que Benjamin era un hombre, una persona que existió realmente me hizo sentirme solidario con él. Yo siempre le decía a mis alumnos que aunque estudiábamos ideas, los teóricos de la comunicación eran personas concretas y que muchas veces lo que pensaban esas personas podía obedecer a circunstancias que aparentemente no deberían influir en una obra teórica: el mal tiempo, una enfermedad fastidiosa, un desengaño amoroso, una factura inesperada y cosas así. Encontrarme con Benjamin, la persona, me confirmó que ponerle cuerpo mortal a los pensadores es el mejor modo de entender mejor lo que piensan.

La misma tarde en que yo recorrí junto a Sonia las calles de Port Bou numerosas personas tomaban el sol y se bañaban en la playa del pueblo, ajenas a la tragedia histórica que se había desarrollado setenta años antes allí mismo. Me imaginé que, puesto que Benjamin había muerto entre el 26 o el 27 de septiembre, era muy probable que ese día la playa estuviera concurrida al menos por quienes paseaban para no perderse un día luminoso y aprovechar las temperaturas suaves que ese septiembre de 1940 se disfrutaban en la ciudad costera. No creo -a pesar del itinerario Benjamin que proponía el cartel del ayuntamiento del que hablé antes-, que él tuviera tiempo para paseos.

Estaría cansado después de la caminata a través de los Pirineos, sin fuerzas para discutir su situación con unas autoridades poco dadas a entenderse con judíos comunistas. Benjamin tenía 47 años, sólo dos más que yo pero en las fotos siempre le veo avejentado detrás de sus gafas, su bigote y sus canas y me lo imagino taciturno y callado mientras un guardia civil le pide los papeles al guía que acompaña al grupo; luego, un intento inútil por explicarse y la conducción al alojamiento, su desesperación, sus dudas y su necesidad de aliviar tanto dolor.

El otro día volvía a casa de dar un paseo, en Madrid, y me encontré con este collage, obra de un artista callejero del que me encuentro de vez en cuando cosas así con diversos temas. Me sorprendí sintiendo cierta satisfacción, como la del que se encuentra con un amigo a quien no ve hace mucho. Para mí fue como un regalo y me creo que fui de los pocos que entendió perfectamente qué significaban esas fotocopias pegadas en una baraja del barrio de las letras.


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