Bueno, sí, he caído en las manos de los chicos de Cupertino. En realidad he vuelto, porque yo, señoras y señores, soy uno de esos locos usuarios que se gastaron una pasta (creo que, si no recuerdo mal, unos 1800€ de los de 1991, cuando todavía no había €) en comprar un Classic. En ese momento (bueno, como ahora), comprar un Mac era entrar en la era de la modernidad y el buen gusto. Los PC’s eran pasto del MSDOS y todo había que hacerlo a base de tecla y terminal de ordenador (era muy divertido y fastidioso tener que poner algo así como *b* cada vez que lo siguiente tenía que ir en negrita). En definitiva, que si querías hacer algo de manera fácil y cómoda tenías que tirar por Mac. Yo pasé de un Amstrad 6128 al de la manzana, así que aluciné cuando saqué mis primeros trabajos para las asignaturas de la universidad editados con MacWrite e impresos en una Stylewriter con la impresionante tecnología de chorro de tinta que apenas empezaba a dar sus frutos.
Ese primer Mac estaba fabricado en Irlanda. En ese momento era un país con mano de obra barata que acogía a empresas, como Apple, que buscaban deslocalizar (me gusta ese neologismo porque tiene una connotación que huele a capitalismo neoliberal con pocos escrúpulos* que define mejor el término) la producción a sitios más baratos. Cuando lo encargué sólo sabía que la sede central de la empresa estaba en California. Lo de Irlanda me lo dijo el vendedor de la tienda (un emprendedor admirable que apostaba por algo que tal vez podía ir bien pero que en ese momento no estaba tan claro). Di una señal, me llevé un albarán y a casita a esperar sin más noticias que las que pedí un poco desesperado unos quince días después al ver que no me llamaban. Creo que tardaron como un mes en tenerlo listo para poder recogerlo. Un día por fin me dieron la buena noticia y me dijeron que podía pasar a por él. En casa, mientras empezaba a alucinar con el Finder, olvidé todo el tiempo que había pasado esperando y se me desdibujó el proceso por el cual ese ordenador había llegado a mis manos.
En esta ocasión, dado que disponemos de eso que se llama internet, no me he podido despegar de ese proceso, aunque tampoco he querido. De momento, el encargo no lo he hecho en una tienda física, sino desde una página web de la tienda Mac de la URJC (que tiene unos precios como 200€ más baratos en el caso de mi ordenador). Una vez confirmado el pedido, me han mandado un correo diciendo que el ordenador me lo mandaban en tres días desde la planta de fabricación que, cómo no, en esta época no se encuentra en la intervenida Irlanda (tal vez en parte por eso está intervenida), sino en la pujante, contaminante y /ironía on/ defensora de las libertades individuales y de expresión /ironía off/, como todos ya saben, China (ahórrense las críticas a mi crítica por ser un incoherente; ya se ha demostrado que tratar de prescindir de productos fabricados, manipulados o, de un modo u otro, relacionados con China, sobre todo en el caso de la tecnología, es poco menos que imposible, así que da igual a quién le compremos el ordenador: como mínimo, alguna pieza estará fabricada allí).
Como me dan un número de seguimiento, he podido ver el camino que recorre mi ordenador hasta llegar a la puerta de mi casa. Aquí la foto:
Alucino con la rapidez pero en esta ocasión me pongo más ansioso que cuando pedí mi primer Mac hace veinte años. Supongo que es por la cosa de que ahora se ha impuesto el ‘lo quiero ya’, una vez arrojadas al retrete las recomendaciones psiconalíticas para posponer el placer y tener paciencia en un mundo poco dado a reconocer la existencia de inconscientes, subconscientes y otros elementos oscuros de nuestra psique, con las consiguiente incapacidad para tolerar la frustración y soportar el no. Pero vamos a dejar de irnos por las ramas, que me pierdo.
El ordenador me llega finalmente, pero descubro un problema en el trackpad en los cinco días que lo uso. Llamo al servicio Apple Care (en esto son un poquito pedantes, pero les funciona llamar a las cosas con otro nombre, tal vez porque son otras cosas). Me sorprendo porque no me atiende alguien que pronuncia como si tuviera una patata en la boca o creyendo que por ser latinoamericano hablamos el mismo dialecto y le voy a entender sin que tenga que hacer él el más mínimo esfuerzo –y no me estoy metiendo con los latinoamericanos, o al menos no por su origen; podría decir lo mismo de una gran parte de los gaditanos que hablamos entre nosotros a veces como en una especie de lenguaje sms en el que falta la mitad de abecedario, lo que complicaría nuestra comunicación con seres menos dados a la economía fonética o nos obligaría a montar servicios de atención exclusiva al cliente gaditano (“¿Qpsa, picha?” “Casaío el rute al caraho, coone” “Porreinisia y no sea majartible”) si atendiéramos sin renunciar a nuestra idiosincrasia. Lo que ya me deja sin habla es que sea la chica de Apple la que me anime a que, ya que el ordenador está recién comprado, nos dejemos de tonterías y lo devuelva, en lugar de obligarme a hacer esas cosas a las que te obligan los que te atienden cuando llamas a tu compañía de internet, como reiniciar todo lo reiniciable, apagar, encender, y volver a llamar cuando te olvidas de que al apagar el router también se apaga el teléfono.
El sistema de devolución es sencillo: me dan un numerito que yo pongo en la caja donde voy a devolver el ordenador. Al día siguiente me llaman de una empresa de transportes y me mandan un albarán con los datos. Al cabo del rato viene un señor y se lleva el paquete. El ordenador no vuelve a China, sino a Eindhoven, en Holanda, ahí al lado de Colonia. Me da entonces (bueno, lo he hecho desde que lo pedí, pero literariamente queda mejor decirlo así…) por ver cuál es el camino que está siguiendo el paquete en Google Maps. Al principio, cuando miro el mapa a una escala grande la ruta se me sale de la pantalla pero cuando reduzco esa escala (¿o es al revés: escala pequeña / ampliación de escala? Con esto nunca me aclaro) para que la línea imaginaria que une los puntos sea abarcable de un sólo golpe de vista empiezo a comprender a los CEOs: ellos no ven el mundo como algo enorme, sino como un tablero donde se mueven las piezas de un punto a otro con rapidez y facilidad pasmosas, siempre que se tenga dinero suficiente para pagar el proceso. Mientras amplío y reduzco el tamaño del mapa, como en un juego, pienso en un gaditano de la viña, parado e incapaz de separarse de su playa Caleta; en un irlandés parado también que se siente deprimido porque en su barrio y en su país las cosas no van bien; en un chino que, después de montar cientos de ordenadores, se va respirando humo por las calles de Shangai tratando de que se le vayan los deseos de suicidarse, angustiado por tanta presión en el trabajo. Me siento tentado de cancelar el encargo de ese ordenador flamante pero me lo pienso mejor y decido utilizarlo para escribir estas cosas más fácilmente. Es el sino de este tiempo: uno no termina de tener claro si debe renunciar a todo y abominar de la sed capitalista de consumo o si debe aprovechar las herramientas de ese mismo capitalismo avasallador* para ponerlo en evidencia. De momento opto por lo segundo, bueno, en la medida en que uno puede hacer estas cosas, porque hace tiempo que me afeité la barba de profeta y ya no encabezo la rebelión aunque algo de rebelde me quede. Y, sobre todo, decido cerrar el Google Maps y dejar de mirar países como si fueran casillas del Monopoly y me voy acercando suavemente a darle un beso a mi chica que está aquí al lado y la puedo tocar y reírme con ella. Por suerte, me falta un puntito de dios para terminar de mirar el mundo como probablemente lo miran cada día todos los CEOs del mundo.
*Para seres pensantes: obsérvese la ausencia de comas. Lo malo del capitalismo salvaje o del comunismo totalitario no es que sean capitalismo o comunismo, sino que sean salvajes y totalitarios.
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