Estimados/as alumnos/as:
A partir del próximo 1 de octubre dejaré la ciudad de Salamanca para trasladarme a Madrid como profesor de la Universidad Rey Juan Carlos I. Esto quiere decir que dejaré de impartir las materias que hasta ahora tenía a mi cargo en la Universidad salmantina. Siento que la noticia llegue un poco por sorpresa, pero también yo he sido sorprendido por la posibilidad de marcharme.
En esta universidad he pasado casi ocho años desde que llegué en 2000 de forma azarosa, hasta este momento, en que me marcho de un modo no menos azaroso. Tengo que deciros que los mejores momentos que he pasado aquí están unidos de uno u otro modo a la presencia de algún alumno o alguna alumna que, finalmente, se convertía en amigo o amiga; y una de las cosas que más echaré de menos al marcharme será el contacto directo (a veces demasiado directo :-)) con los alumnos y alumnas de esta universidad. Los que me han conocido de cerca saben que al inicio de cada curso me sentía nervioso ante la expectativa que se presentaba de conocer a nuevas personas con las que iba a compartir lo que soy, por esta impudicia mía que me impide quedarme encerrado en mi burbuja para pasar a contar intimidades que a veces a alguno le parecían incluso divertidas. Supongo que no a todos les gustaba mi estilo, pero siempre traté de que la docencia en esta universidad fuera algo más que un simple trámite y que se convirtiera en un modo de poner en contacto diversos modos de entender la vida y el mundo. Ante la visión de una universidad convertida en una pieza más del engranaje económico-empresarial en la que primaría la investigación aplicada a la tecnología yo apoyo otra más humana, o más humanística si se quiere, en la que la que el paso por las aulas universitarias no sea tan sólo un modo de ponerle el marchamo (esa especie de medallita que acredita el origen del producto) a los chorizos que salen por su puerta, sino un momento para discutir, para reflexionar y para tomar conciencia.
Alguno/a puede preguntarse por qué no me quedo en Salamanca. Los/as que me conocen ya saben la respuesta. No se trata tanto de que no me guste el trabajo o la universidad -sobre todo ahora que parece que, por fin, va a contar con un grado en comunicación y hay expectativas para quien quiera hacer carrera como profesor-, como que no me he adaptado a esta ciudad. Siempre he echado en falta, parafraseando a Frank Sinatra en New York, New York, despertarme en una ciudad que nunca duerma (y no me refiero a los bares que abren hasta el amanecer, que en Salamanca no faltan:-)). Tampoco puedo dejar de lado el hecho de que a mí el frío me mata. Les parecerá una tontería a algunos/as, pero eso de tener que ir con diez capas de abrigo (la conocida teoría de la cebolla que aprendí aquí) de noviembre a marzo me dejaba exhausto y deprimido a mí, acostumbrado desde chiquitito -que diría un castizo gaditano- al sol y a la playa y a los 20 grados en enero. Así pues, decido solidarizarme con el colectivo mayoritario que en esta ciudad está de paso y que, un día u otro, dice adiós a una época inolvidable, aunque en mi caso no sea la mejor de mi vida -pero sólo porque creo que la mejor época de la vida de cada uno está siempre por venir y no porque en Salamanca no lo haya pasado bien (aunque también lo haya pasado mal) y dejo ya la retórica.
En fin, que los/as que queráis saber de mí me tendréis a vuestra disposición en la capital del reino a partir del uno de octubre. Sé que me esperan meses de adaptación, pero los vivo con la expectación y la emoción de quien abre el paquete que le acaban de dar. Espero que hayan acertado con el regalo.
Un abrazo a todos y a todas.