El pasado viernes me desperté, como siempre, con RNE sonando en mi radio despertador. Como de vez en cuando me trato de desintoxicar de tanta información cambié la presintonía y pasé de Juan Ramón Lucas a Radio 3, pero tampoco me convenció. Pulsé entonces el botón correspondiente a Radio Clásica porque sé que por las mañanas está bastante escuchable (a otras horas, cuando se ponen contemporáneos, conviene que quienes vivan contigo se resguarden para evitar ataques de nervios colectivos) y pude escuchar el final del concierto número uno para violín de Prokofiev. Apenas terminó, el locutor habló del concierto que se celebraba esa misma tarde -noche en el teatro Monumental, dedicado a Brahms, principalmente. Hacía tiempo que tenía ganas de ir a un concierto, así que me levanté y sin pensarlo mucho (si lo hago termino por no ir) compré la entrada por internet.
A las ocho menos diez de la tarde estaba yo en la puerta del teatro. Como siempre, había salido a última hora de casa y llegué corriendo, tras haber subido la cuesta de la calle Atocha, vestido con camiseta de manga larga, jersey de lana y chaquetón, o sea, que estaba sudando un poco. Supuse que la gente iría vestida un tanto elegante al concierto, pero yo, rebelde sin causa como siempre, me negué a ponerme algo distinto de la ropa que había llevado ese día, así que supongo que mi aspecto estaba entre lo deplorable y lo marciano en ese ambiente. Para terminar de redondear mi llegada, me acerqué a la primera puerta que vi abierta dispuesto a entrar, cuando un señor de cierta edad (vamos, un señor bastante mayor) me afeó la conducta, diciendo: “la cola es por ahí”, señalando otra puerta del teatro. Esta es una de las cosas que menos entiendo de Madrid, la manía por las colas, de la que hablaré en algún momento. A ver, no hacía demasiado frío y las entradas son numeradas, así que ¿qué más da que alguien entre un poco antes si al final ni se pasa frío ni el que se cuela (en este caso inconscientemente) va a sentarse en una butaca mejor de la que ya tiene? Pero bueno, supongo que los habitantes de esta ciudad no pueden ir contra su genética que les pone a hacer cola a la mínima, y más si se tiene cierta edad. Su mujer, que iba al lado le decía “¿por qué no te callas?” después de que yo, tras cederle el paso para que entrara antes que yo, le dijera precisamente que estando las entradas numeradas no pasaba nada si se entraba antes o después.
Superada esta fase, pasé directamente al patio de butacas. Como era la primera vez que iba compré entrada de patio en la fila 6, como un señor. Una de las ventajas de ir solo a los espectáculos es que se pueden comprar esas butacas sueltas que quedan en medio del patio que nunca ocupa nadie porque ¿quién va a ir solo a un concierto? En este caso, mi asiento estaba en mitad de la fila y como el público es bastante mayor, como ya dije, todos estaban puntualmente sentados en sus asientos, así que tras armarme de la mejor de mis sonrisas expresé el típico “les voy a tener que molestar” y levanté a la fila entera de señoras y señores con caras de “a buenas horas viene este” en su mayor parte, hasta llegar a mi butaca. Allí, por supuesto, la señora que estaba sentada al lado había puesto sus abrigos pero los quitó con rapidez apenas musité un “este es mi asiento”. Una vez sentado, me tranquilicé un poco y recuperé el aliento mientras observaba el ambiente
El monumental es un teatro relativamente moderno. Por dentro tiene una estructura tipo auditorio, forrado de madera y con una construcción diáfana que ofrece muy buena visibilidad y acústica desde todas sus butacas. Yo ya lo conocía porque había ido una vez a la emisión en directo del programa No es un día cualquiera. El patio estaba lleno y no me sorprendió el tipo de público. Se puede decir que en su mayor parte eran “personas mayores”, entendiendo por tales a las que en mi imaginación dibujo yo con más de 60 años y canas amarillentas aunque no tengan porqué tenerlos o tenerlas: jubilados, notarios, ginecólogos con clínica propia, asociados al ateneo artístico y literario y señores similares que siempre tienen señora, al estilo del que me recriminó mi coladera involuntaria en la puerta que, por cierto, iba vestido con gabardina y traje debajo, como corresponde a esta clase de personas en esta clase de actos si el día amanece con una nube en medio del cielo azul, no vaya a ser que llueva. Entre los señores mayores con señora destacaban algunos jovenzuelos cuarentones como yo, e incluso algunos adolescentes de 30. A destacar la presencia de una niña de unos 6 o 7 años de edad que miraba como tienen que mirar las niñas y le daba algo de frescura al ambiente.
De todos modos, aunque pinte así el ambiente, la verdad es que me sentía a gusto. Digamos que me recordaba al de una parroquia en domingo, donde los feligreses se encuentran y se alegran de verse y se sienten tranquilos porque se conocen y saben que allí nadie puede hacerles daño. Yo sentía lo mismo y no me sorprendió que la señora que se sentaba a mi lado me ofreciera un caramelo con toda naturalidad. Se trataba de una mujer de edad, tal vez viuda, dado que no iba con señor alguno, sino con otras dos amigas. Tenía las joyas justas, tal vez de oro, tengo mal ojo para los metales preciosos, aunque lo que más destacaba en su muñeca era una pulsera con franjas longitudinales de color rojo, amarillo y rojo y bordes dorados. Esa misma señora me confirmó más tarde lo que yo sospechaba. El patio de butacas estaba ocupado en su mayor parte por abonados, es decir, personas que año tras año, acuden al mismo asiento a escuchar los conciertos, así que ya se conocen como vecinos. O sea, que entonces yo era una especie de inquilino nuevo que iba a ser observado por el resto de la comunidad para comprobar si merecía o no su confianza.
Cuando empezó en concierto hubo los consabidos errores de unos cuantos al aplaudir al concertino de violín (yo mismo empecé pero me detuve en cuanto observé que la señora del caramelo no lo hacía: se aplaude sólo al director) con comentario de la indicada señora incluido: “¿ahora se aplaude al concertino?” que me hizo gracia porque no había indignación, sino un cierto savoir faire en la situación; y tímidos aplausos de nuevo sofocados por las consecuentes llamadas al silencio tras el primer movimiento del concierto que abría la noche (se aplaude cuando termina el concierto entero, pero esto ya lo sé desde hace décadas, así que no caí).
El resto de la noche fue mágico, incluso emocionante en algunos momentos (casi llego a llorar en el arranque del concierto de violín, pero controlé, porque no quería dar un espectáculo de recién llegado), aunque el programa terminó siendo un poco largo, lo que también me confirmó mi compañera de fila cuando me dijo a eso de las diez y media “aquí a las diez de la noche estamos fuera siempre”. Entre una obra y otra terminó por explicarme que mi asiento era en realidad el que estaba ocupando ella (claro, mi entrada ponía 19, pero yo estaba en el 21, de lo que no me había dado cuenta porque la diferencia era poca). La temporada pasada el 19 lo ocupaba un señor abonado que había muerto hacía poco. Ahora la señora, cambiándose de sitio, podía estar al lado de sus amigas. El señor nunca estuvo dispuesto a hacerle el favor. Por un momento imaginé a este hombre con gabardina y traje debajo, haciendo cola y llamándole la atención a un tipo con barba que entraba por otra puerta por delante de él, que había estado haciendo cola desde hacía una hora antes, aunque las entradas estuvieran numeradas.
Cuando terminó el concierto la señora me despidió dulcemente: “pues si le gusta la música, este asiento se queda libre siempre, así que hasta la próxima”. “Hasta la próxima” le dije yo, sintiendo que había pasado la prueba, supongo que en parte porque no había opuesto resistencia alguna al cambio de asiento de la señora.
El próximo enero, cuando me siente en el asiento veintiuno de la sexta fila del teatro monumental para escuchar el siguiente concierto del abono, con el veintiuno para piano de Mozart en el programa (igual sí lloro esta vez en el segundo movimiento a poco que la solista cumpla) sólo me hará falta dar las buenas tardes para sentirme a gusto en mi nueva comunidad de vecinos, señora con pulseras curiosas que ofrece caramelos incluida.